Rica o
pobre?
Por Orestes
Díaz.
Mi abuela
materna no era rica, vivía con mi abuelo en una casa con techo de guano y
paredes de tablas de palmas por allá, por los Berros, en una comunidad
inexistente ya llamada Tierra Blanca. La cocina estaba forrada de yagua, doble,
fuerte, limpia pero yagua al fin. En ella tuvieron cinco hijos, cuatro hembras
y un varón.
El piso era
de tierra que mi abuela mantenía a nivel raspándolo con un cuchillo y agachada
lo baldeaba a mano con arena de río o buscada de las que dejaban los torrentes
de agua de lluvia en los caminos cuando llovía. En aquella casa de dos cuartos
no había ni un solo equipo electrodoméstico. El reloj era ruso, de cuerda.
Tictac, tictac….Quizás marca Slava, quizás Poljot…
Se cocinaba
con leña en un fogón que parecía una mesa y cuya superficie era blanca. Mi
abuela baldeaba con tierra blanca aquel espacio que por estar cerca de la
madera en combustión, el humo y el tizne no tenía por que estar negra. La olla
de presión lucía impecable, no era puesta directamente a las llamas que
tiznaban, sino sobre una superficie de metal, una lata de gas recortada como
decían entonces. Corrían los años 80 del pasado siglo.
Aquella
mujer de casi un metro 90 de altura preparaba por las tardes la comida de las aves
de corral para el siguiente día. Yuca machucada con dos piedras al más puro
estilo indígena o coco igualmente fragmentado cuando la cosecha del maíz no
había sido buena. Por las mañanas el patio era una verdadera congregación de
gallinas, guanajos y cerdos. Muchas veces sumando todos los animales superaban
el centenar.
Se lavaba
en el río, lejano, con paleta de madera, sobre una piedra plana y tanto en la
ida como en el regreso la ropa era llevada en una batea de madera que mi abuela
cargaba sobre su cabeza. Fuerte la mujer, descendiente de canarios creo, pero
persistente como una gallega. Las metas las cumplía.
Mi abuelo,
campesino, proveía la casa de comida que
en casi su totalidad salía de sus tierras cultivadas en lomerío y de pocos
nutrientes pero la voluntad y el conocimiento se imponían a las dificultades.
No había tiendas en divisas cuando entonces, tampoco mercados como la campana
aunque sí había primorosa, un establecimiento con productos liberados con
precios un poco por encima de lo que tenían en otros establecimientos.
Recuerdo que
un almuerzo simple podía ser potaje con algo dentro, arroz blanco, boniato de
una variedad que había todo el año y quizás huevos hervidos, ¿Cuántos huevos?
Los que uno quisiera. Digo potaje con algo dentro porque encima del fogón de
leña casi siempre había carne ahumada o curada colgando en una varita, estaban
las latas con manteca de cerdo con chicharrones y masas fritas. Siempre
colgando, no había refrigerador, tampoco comían con aceite, todo era con grasa
de cerdo.
El bungo
rodeaba el platanal a modo de cortina rompevientos y contra plagas decían,
maduro era para los animales o alguna vez frito. De noche se reunían los
compadres, vecinos y se repartía turrones de coco, dulce de leche, gofio, algún
otro dulce de frutas y siempre café. Si hacía frío entonces chocolate. Se
hacían historias de aparecidos, sucesos incomprensibles y otros que se
entendían muy bien. Eran los boletines de barrios.
Mis abuelos
rezaban antes de acostarse, creían en un ser divino y jamás, de los jamases les
escuché una palabrota ni tampoco palabrita aunque hubiese un golpe terrible en
un dedo o en la cabeza. Ese lenguaje estaba desterrado o no fue aprendido y si
lo fue pues entonces fue olvidado. El viejo Pepe ponía los zapatos en cruz,
decían que así se evitaban las pesadillas las que le eran recurrentes y el buen
hidalgo era por demás sonámbulo.
No escuché
nunca ofensas, ni habladurías sobre vecinos, iban a ver a los enfermos del
barrio y no precisamente con las manos vacías. No sé cuántos ahijados tendrían.
Por las tardes mirábamos el cielo para descubrir animales o semejanzas de
personas en las nubes. Se tenía control del regreso de cada animal a la hora de
dormir, con una sola mirada bastaba para pasar lista y descubrir al ausente que
pocas veces era por hurto Casi siempre eran gallinas que se quedaba echadas
para encubar los huevos.
Hasta qué
grado estudiaron? No lo recuerdo, pero mi abuela tenía excelente ortografía,
pintaba bien fijándose por los libros, era ávida lectora. Ambos eran sumamente
educados y daban amor, mucho amor. Por qué los traigo a esta crónica? Porque
hay riquezas sin oro ni ostentaciones. Hay caudales de valores y de buenas
acciones que no caben en bancos ni cajas fuertes. No es delito apoderarse de
ellas, tomarlas, emplearlas, ni siquiera hay que pedirlas. Solo una condición,
aprenderlas y usarlas.
De mis
queridos abuelos no sé si eran pobres o ricos pero a quienes les conocieron les
dejaron una enorme herencia moral.
Querida
abuela
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